Las culturas indígenas del norte se fusionaron con la influencia española, un sincretismo del que nacieron carnavales únicos, como los que se celebran en Jujuy, Salta o La Rioja. A lo largo de la costa, en los carnavales de Gualeguaychú y Corrientes, dominan los desfiles de influencia brasileña, que a su vez heredó costumbres africanas y europeas. Estas celebraciones tuvieron diferentes períodos, dependiendo de la situación social que se estaba dando en Argentina. Por ejemplo, durante la dictadura se paralizaron este tipo de manifestaciones callejeras, para que luego, a partir de 1983, se retomara la actividad. Sin embargo, en el siglo XIX tuvieron una relevancia y magnitud comparables a las celebraciones de Río de Janeiro. La sucesión de juegos de agua, desfiles de comparsas y bailes en los clubes demostraron el carácter multiétnico del carnaval porteño. Bien entrado el siglo XX, uno de los momentos de mayor esplendor de estas celebraciones se dio en el marco del centenario de la Revolución de Mayo. En los festejos oficiales del carnaval en la Avenida de Mayo, desfilaron una gran cantidad de personas disfrazadas, sociedades, coros, orquestas, carrozas y agrupaciones gauchescas. Y fue a partir de estos años que se desarrollaron con mayor intensidad los diferentes desfiles vecinales donde acudía un gran número de personas desde primeras horas de la tarde recorriendo las calles en todos los sentidos.
Por decreto del 22 de febrero de 1844, el jefe de la Confederación Argentina, Juan Manuel de Rosas, prohibió el juego del Carnaval. Opinaba que no podían tener lugar, en un pueblo trabajador, “tan paganas, inmorales y descabelladas prácticas”. Nueve años antes, el gobernador de Tucumán, general Alejandro Heredia, se había mostrado más tolerante. “El juego de Carnaval, aunque está en directa oposición con las luces y civilización del día, no es dable prohibirlo absolutamente, por cuanto no es posible arrancar de pronto las profundas raíces que ha dejado la costumbre anticuada. En este conflicto, sólo pueden adoptarse medidas” enderezadas a “evitar males y desórdenes que son consiguientes a diversiones de esta clase”, expresaban los considerandos del decreto de Heredia del 28 de febrero de 1835. Queda permitido “el juego de Carnaval, en cuanto no se ofenda la decencia y moral pública”. Estaban prohibidas “las correrías y galopes en grupo por las calles”. La pena que se aplicaría al transgresor, era la de perder el caballo o pagar tres pesos de multa, en ambos casos a beneficio de “la partida aprehensora”. Pero si el jefe de la partida hubiera procedido con arbitrariedad, “sufrirá el arresto de un mes”. En 1771, el Gobernador de Buenos Aires Juan José Vertíz implantó los bailes de carnaval en locales cerrados. La gente se metía en las casas y reventaba huevos por todos lados, hasta robaban y rompían los muebles. Los excesos no disminuían, y si lo hacían era por poco tiempo. El 13 de febrero de 1795 el virrey Arredondo prohibió «los juegos con agua, harina, huevos y otras cosas». En los años siguientes a la Revolución de Mayo, se volvió muy común, en especial entre las mujeres, la costumbre de jugar en forma intensa con agua. Para ello utilizaban todo tipo de recipientes, desde el modesto jarro hasta los huevos vaciados y rellenos de agua con olor a rosa, baldes, etc.